viernes, 6 de marzo de 2015

Cucusemi XIV

A aprender se aprende aprendiendo. 

  Capitulo decimocuarto. Cucusemi aprende lo que no está escrito.
 
 
En el taller, aparte de reparaciones, teníamos nuestros propios inventos. No es que diseñáramos algo magistral y novedoso, pero podíamos construir y mejorar cualquier cosa que se nos ocurriera; digo “nos” porque yo participaba al tiempo que aprendía en todos los proyectos: ¿que se necesita un soporte especifico para un trabajo? ¡pues se hace! Que para eso tenemos herramientas e imaginación.

Uno de los “inventos” fue hacer un carro de varas para los ponis, un carro como los antiguos, como el que tuvo mi abuelo, al que no conocí, para hacer portes; hecho a base de los recuerdos de Papá y Padrino y con todos los detalles.

Las ruedas recuperadas de desguace y reparadas a la antigua usanza, madera la que hiciese falta y las ballestas de suspensión recicladas de algún seiscientos que ya no admitía más reparaciones, hasta un viejo artesano del esparto, amigo de la familia, tejió unas esterillas para vestir el interior del carro. Cada elemento se hizo adrede y a escala desde la más pequeña cuña de madera hasta las cinchas y riendas de cuero. Quedó de maravilla y durante muchos años fue la principal atracción de las fiestas del pueblo con Padrino y mis primos ataviados de época y el carruaje bien engalanado para las ocasiones.

Lástima que, de aquella, las fotografías eran caras y escasas las cámaras domesticas por lo que han sobrevivido pocos recuerdos gráficos. Pero aún lo recuerdo bien: Padrino con su traje oscuro de los domingos y sombrero sentado en la vara manejando las riendas y el carro lleno de niños disfrutando del paseo, Luna entre las perchas y Lucero, orgulloso, delante mostrando su porte y sintiéndose protagonista con sus cabezales ornados de cascabeles y claveles y las crines trenzadas con lazos de colores, todo un espectáculo y un regalo para los privilegiados ojos de los asistentes.

Otra especialidad de la casa era cambiar los motores de gasolina por diésel; tiempos difíciles donde todo ahorro era poco y muchos vecinos adquirían motores diésel Perkins de segunda mano y se lo sustituíamos por el de gasolina que llevara el coche, sobre todo en los SEAT 1430 y 124 que se adaptaban muy bien o los 1500 donde incluso cambiamos la caja de cambios para poner palanca en el centro ya que muchos de estos modelos traían el cambio en el volante y a muchos les parecía anticuado.

Padrino también compraba algunas veces algún coche listo para desguace a precio de chatarra que tuviese la documentación en regla, se desmontaba entero y se reparaba hasta dejarlo casi nuevo aprovechando los momentos de poco trabajo en el taller, una vez montado se vendía a buen precio. Cuarenta años después vino una moda parecida de América así que podemos considerarnos pioneros del tuning y el vintage, que dicho así parece más estupendo.

Esto me gustaba mucho ya que en el desmontaje me dejaban solo (total si rompía algo se iba a notar poco) y no había prisa, por lo que podía entretenerme más de la cuenta y aplicar mi ingenio cuando fuese preciso. 
 
El ultimo de estos en el que trabajé fue un dos caballos. Un vetusto y destartalado citroen dos caballos (por cierto en contra de lo que mucha gente cree no se llama así por su potencia si no porque cuando empezaron a fabricarlo, después de la segunda guerra mundial, se comercializó con el eslogan que hacia el mismo trabajo de dos caballos y costaba mucho menos) como decía, un amasijo de oxido lleno de mugre y barro de siete mil caminos. Padrino lo compró por siete mil pesetas, poco más de mi sueldo semanal, se quedó en un rincón del taller y poco a poco, sin prisa pero sin pausa, se desmontó hasta la ultima pieza y después se volvió a montar hasta dejarlo como nuevo; una buena capa de pintura al estilo charlestón y fue el coche de casa hasta que le salió un buen comprador.

Lunes, martes...viernes y llegaba el sábado, este día casi lo dedicaba a lavar coches: una buena cepillada y bayeta húmeda a todo el interior; por fuera manguera y esponja con jabón liquido, un buen aclarado, secado con la balleta de piel y listo. Veinte duros, propina aparte.

Que buen invento el de la propina, sobre todo cuando te la dan a ti. Las propinas del lavadero las repartíamos a partes iguales entre los aprendices y mi prima y ese dinero lo usaba para mis caprichos, normalmente algún tebeo que compraba en el quiosco de la plaza mientras esperaba al autobús los sábados al medio día: Rahan el hijo de los albores del tiempo, Pif y Hércules con su juguete de regalo que luego servia para poco, algunas aventuras Mickey mouse con Donald y sus sobrinitos que después se convertirían en los jóvenes castores o del tío Gilito y los apandadores que nunca conseguían robarle un centavo. Algo de suelto sobraba para convidarme el domingo en el pueblo con los amigos en la cafetería Granyena mientras hacíamos unas partidas de cartas, ajedrez o un billar de los de carambolas.

Cuando hacia buen tiempo en vez del autobús me iba en bicicleta. Incluso llegue a tener una moto para desplazarme, una rieju de 49 cc que compró Papá por cinco mil pesetas pero tan pasada de kilómetros que me aportó más experiencias como mecánico que paseos. 
 

Pasaban los días y pasa este capitulo así que, queridos lectores tened paciencia que pronto volverán mis aventuras.