Cucusemi coge su mochila y se lanza al mundo mundial.
Capitulo décimo segundo:... y final de la infancia.
No recuerdo que día fue, pero si que era lunes. En una pequeña bolsa de deportes llevaba lo necesario para enfrentarme a mi nueva etapa: un par de calzoncillos, otro de camisetas, algunos pañuelos moqueros de tela, un mono de trabajo que me había comprado mi madre y dos tabletas de chocolate.
Lo de las pastillas de chocolate es una historia divertida que debí haber contado antes.
Lo de las pastillas de chocolate es una historia divertida que debí haber contado antes.
Resulta que por aquella época una marca de chocolates regalaba con cada tableta una pieza de vajilla, al abrir el envoltorio te ponía el premio, unas veces plato llano, otras taza de café y así poco a poco mamá consiguió un enorme ajuar domestico con toda clase y tamaños de vasos, fuentes, platos, etc.…
En contrapartida casi todos hemos terminado con animadversión hacia los dulces ya que comíamos chocolate en grandes cantidades y sin mesura. Mi favorito era el bocadillo de mejillones de lata con chocolate: una onza dentro de cada mejillón y bien distribuidos sobre el pan sin dejar huecos.
Como estaba diciendo, ese lunes, con lo puesto y mi mochila emprendí camino hacia el taller de mi padrino. En solitario, como un hombre, en el autobús y con el dinero justo para pagar el billete y comprar alguna golosina para el camino.
En aquel momento no pensaba en lo que dejaba atrás, solo tenia ilusión por iniciar mi etapa con afán de independencia.
Quizás debieran pasar imágenes por mi mente, como una película de mi vida pasando a toda velocidad, para marcar el punto de no retorno, pero no fue así.
En la parada de bus esperé pacientemente a que llegara con el acostumbrado retraso el viejo “costa azul” que hacía el trayecto desde Alicante a Cartagena. Subí a él, pague el billete al revisor -25 pesetas creo recordar- y me senté lo más atrás que pude para poder estar cerca de la puerta de salida, como hacíamos la pandilla cuando íbamos a los cines de la ciudad portuaria.
Dije buenos días al resto del pasaje conforme avanzaba buscando asiento, nadie respondió, en el autobús todos van juntos en solitario y pensando en sus cosas, cuando no medio dormidos, y como mucho contestaban con un ligero movimiento de cabeza. No sabias si te respondían o es que tenían un tic nervioso.
Por la ventanilla observé por enésima vez los campos que ya conocía he hice mentalmente el recorrido desde el centro del pueblo donde antes estaba el solar conocido popularmente como la cerca –ahora ayuntamiento – carretera general adelante pasando la curva de la base, a continuación el Miramar y la gasolinera, poco más allá el camping Cartagonova, después la torre del negro y la venta San José, el tramo de carretera bordeado de pinos y campos de labranza y ya se veía la torre de la iglesia de El Algar a cuya espalda estaba la parada de bus donde debía bajarme.
-¡nene, despierta que esta es tu parada!
Menos mal que me avisó el revisor, si no hubiese llegado hasta el final del recorrido y encima hubiese tenido que pagar la diferencia de precio dejándome el bolsillo aún más exiguo.
La parada estaba en la plaza del pueblo, en realidad no sé porqué le llaman a este paraje la Plaza, el terreno es amplio pero es todo carretera, un intrincado cruce de caminos sin más recorrido peatonal que las estrechas aceras de los edificios. Cada cual puede llamar los espacios de su pueblo como quiera que para eso es suyo y si los vecinos lo llaman plaza que así sea.
Desde aquí al taller una buena caminata de casi dos kilómetros, vista al frente mochila al hombro y andando que es gerundio. Hasta las Lomas, un barrio a las afueras que por entonces tenía tan pocas casas que no sé si se consideraría un verdadero vecindario. Es curioso, casi todos los pueblos de por aquí tienen una barriada en los limites que se llama “las Lomas” no se si por la escasa elevación de terreno o por estar distante del pueblo de turno.
-buenos días, ya estoy aquí.
-¡hombre!, no te has perdido…
Abrazos, besos y jolgorio general. Que si ya soy todo un hombrecito, que si estoy muy flaco, que si van a hacer de mí un gran mecánico; lo típico en estos casos suponiendo que no sea yo un caso único.
Entre el viaje, que no duró mas de veinte minutos, la caminata y la recepción se hizo la hora de comer y en esta situación me di cuenta que mi vida había dado un giro transcendental.
En primer lugar porque la hora de comer aquí era algo grandioso en cuanto a la mesa puesta. Yo estaba acostumbrado a comer lo justo y deprisa para poder seguir jugando, en casa de mi padrino se comía en cantidad para coger fuerzas y seguir trabajando, de ello se encargaba mi tía Fina. Oronda señora de origen valenciano que al verme tan flaco, según ella, puso empeño en hacer de mí un hombre, por lo menos en lo que a tamaño y cuerpo se refiere.
Entre los buenos platos de comida y cena, bocadillos para almorzar y merendar, bien grandes y cargados, y algún picoteo entre medias consiguió, en poco tiempo, que necesitase ropa de talla más holgada.
La vida en el taller aumentó mi tamaño corporal y mis ansias por aprender, a “capar se aprende capando”, decía mi padrino y con paciencia infinita soportó mis errores corrigiéndome en lo necesario hasta casi convertirme en un buen mecánico. Tengo muchos y muy buenos recuerdos de aquellos años que pienso contarles, pero eso sera en el próximo capitulo.
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