A aprender se aprende aprendiendo.
Capitulo decimocuarto. Cucusemi aprende lo que no está escrito.
En el taller, aparte de
reparaciones, teníamos nuestros propios inventos. No es que
diseñáramos algo magistral y novedoso, pero podíamos construir y
mejorar cualquier cosa que se nos ocurriera; digo “nos” porque yo
participaba al tiempo que aprendía en todos los proyectos: ¿que se
necesita un soporte especifico para un trabajo? ¡pues se hace! Que
para eso tenemos herramientas e imaginación.
Uno de los “inventos” fue hacer
un carro de varas para los ponis, un carro como los antiguos, como el
que tuvo mi abuelo, al que no conocí, para hacer portes; hecho a
base de los recuerdos de Papá y Padrino y con todos los detalles.
Las ruedas recuperadas de desguace y
reparadas a la antigua usanza, madera la que hiciese falta y las
ballestas de suspensión recicladas de algún seiscientos que ya no
admitía más reparaciones, hasta un viejo artesano del esparto,
amigo de la familia, tejió unas esterillas para vestir el interior
del carro. Cada elemento se hizo adrede y a escala desde la más
pequeña cuña de madera hasta las cinchas y riendas de cuero. Quedó
de maravilla y durante muchos años fue la principal atracción de
las fiestas del pueblo con Padrino y mis primos ataviados de época y
el carruaje bien engalanado para las ocasiones.
Lástima que, de aquella, las
fotografías eran caras y escasas las cámaras domesticas por lo que
han sobrevivido pocos recuerdos gráficos. Pero aún lo recuerdo
bien: Padrino con su traje oscuro de los domingos y sombrero sentado
en la vara manejando las riendas y el carro lleno de niños
disfrutando del paseo, Luna entre las perchas y Lucero, orgulloso,
delante mostrando su porte y sintiéndose protagonista con sus
cabezales ornados de cascabeles y claveles y las crines trenzadas
con lazos de colores, todo un espectáculo y un regalo para los
privilegiados ojos de los asistentes.
Otra especialidad de la casa era
cambiar los motores de gasolina por diésel; tiempos difíciles donde
todo ahorro era poco y muchos vecinos adquirían motores diésel
Perkins de segunda mano y se lo sustituíamos por el de gasolina que
llevara el coche, sobre todo en los SEAT 1430 y 124 que se adaptaban
muy bien o los 1500 donde incluso cambiamos la caja de cambios para
poner palanca en el centro ya que muchos de estos modelos traían el
cambio en el volante y a muchos les parecía anticuado.
Padrino también compraba algunas
veces algún coche listo para desguace a precio de chatarra que
tuviese la documentación en regla, se desmontaba entero y se
reparaba hasta dejarlo casi nuevo aprovechando los momentos de poco
trabajo en el taller, una vez montado se vendía a buen precio.
Cuarenta años después vino una moda parecida de América así que
podemos considerarnos pioneros del tuning y el vintage, que dicho así
parece más estupendo.
Esto me gustaba mucho ya que en el
desmontaje me dejaban solo (total si rompía algo se iba a notar
poco) y no había prisa, por lo que podía entretenerme más de la
cuenta y aplicar mi ingenio cuando fuese preciso.
El ultimo de estos en el que trabajé
fue un dos caballos. Un vetusto y destartalado citroen dos caballos
(por cierto en contra de lo que mucha gente cree no se llama así por
su potencia si no porque cuando empezaron a fabricarlo, después de
la segunda guerra mundial, se comercializó con el eslogan que hacia
el mismo trabajo de dos caballos y costaba mucho menos) como decía,
un amasijo de oxido lleno de mugre y barro de siete mil caminos.
Padrino lo compró por siete mil pesetas, poco más de mi sueldo
semanal, se quedó en un rincón del taller y poco a poco, sin prisa
pero sin pausa, se desmontó hasta la ultima pieza y después se
volvió a montar hasta dejarlo como nuevo; una buena capa de pintura
al estilo charlestón y fue el coche de casa hasta que le salió un
buen comprador.
Lunes, martes...viernes y llegaba el
sábado, este día casi lo dedicaba a lavar coches: una buena
cepillada y bayeta húmeda a todo el interior; por fuera manguera y
esponja con jabón liquido, un buen aclarado, secado con la balleta
de piel y listo. Veinte duros, propina aparte.
Que buen invento el de la propina,
sobre todo cuando te la dan a ti. Las propinas del lavadero las
repartíamos a partes iguales entre los aprendices y mi prima y ese
dinero lo usaba para mis caprichos, normalmente algún tebeo que
compraba en el quiosco de la plaza mientras esperaba al autobús los
sábados al medio día: Rahan el hijo de los albores del tiempo, Pif
y Hércules con su juguete de regalo que luego servia para poco,
algunas aventuras Mickey mouse con Donald y sus sobrinitos que
después se convertirían en los jóvenes castores o del tío Gilito
y los apandadores que nunca conseguían robarle un centavo. Algo de
suelto sobraba para convidarme el domingo en el pueblo con los amigos
en la cafetería Granyena mientras hacíamos unas partidas de cartas,
ajedrez o un billar de los de carambolas.
Cuando hacia buen tiempo en vez del
autobús me iba en bicicleta. Incluso llegue a tener una moto para
desplazarme, una rieju de 49 cc que compró Papá por cinco mil
pesetas pero tan pasada de kilómetros que me aportó más
experiencias como mecánico que paseos.
Pasaban los días y pasa este
capitulo así que, queridos lectores tened paciencia que pronto
volverán mis aventuras.