Capítulo decimoséptimo: ...el ultimo verano...
Un día mientras andábamos con la
rutina de lavar y empaquetar limones oímos por la radio el famoso
intento de golpe de estado del 23F. Pasamos toda la mañana más
atentos de las noticias que del trabajo y al mediodía volví a casa
bastante acojonado pensando que debía librarme de las revistas que
entonces compraba: el jueves, algunas de desnudos que ya ni recuerdo
el nombre, el papus... Si el golpe tuviese éxito se convertirían en
ediciones prohibidas y no era cosa de tenerlas muy a la vista, por
suerte todo quedó en un susto y pronto la recién estrenada
democracia siguió adelante.
No se estaba del todo mal en este
almacén pero se echaban muchas horas y los jefes eran unos rácanos
que te descontaban horas de sueldo en cuanto te dabas la vuelta. Un
día uno de los dueños, mientras aparcaba su coche, golpeó mi moto
que estaba en un rincón de la nave, el coche no se arañó siquiera
pero mi rieju quedó muy maltrecha y el cabrito se negaba a pagarme
la reparación. Después de varios días protestando y dándole la
vara conseguí que me pagara una parte pero a cambio quería que
viniese los domingos a limpiar las oficinas durante una hora que me
pagaría a precio de almacén, es decir 125 pesetas; le dije que sí,
cogí las dosmil pesetas que me ofrecía por parte del arreglo de la
motocicleta y no volví a aparecer por allí nunca más.
Antes que se corriera la voz de que
había dejado así el almacén busque trabajo en otro, el que
llamábamos “de los Cánovas”. Aparte que estaba mejor organizado
pagaban un poco más y mejor y encima ¡me dieron de alta en la
seguridad social!
Trabajábamos mayormente melones y
el ritmo era similar: descargar camiones echar los frutos en la
maquina que los lavaba y recoger los que las mujeres empaquetaban
para montar los palés y cargar en camiones otra vez. Solo estuve
media temporada pero me fue bien e hice buenas amistades y si me
descuido hasta me echo novia entre alguna compañera de trabajo pero,
como ni entraba en mis planes y tampoco debía ser para mí,
simplemente quedo la cosa en alguna salida nocturna por las
discotecas del pueblo, unas veces en la Pagodas otras en la Alkazar;
unos bailes, unas risas, diversión adolescente y poco más, que
tampoco es lugar ni momento para interiorizar en intimidades.
Ahora que nombro las discotecas ¡que
bonitas eran!
La Pagodas, elegante como las
buenas discos de entonces tenia una pista cubierta donde ponían
música disco y un amplio espacio con sillones donde las parejas
hacían manitas, en el patio tenia otra pista al aire libre donde
solían poner música mas pachanguera. En ambas pistas había su
momento de música lenta: baladas y canciones para enamorados que
también servían para romper el hielo y ligar.
La Alkazar, la mejor instalación
para mi gusto, tenia dos pistas interiores con música diferente, una
de ellas rodeada de barrotes parecía una jaula, la otra pista ademas
de ser más grade tenia un pequeño escenario donde de vez en cuando
tocaba algún grupo de moda. También tenia un patio donde hacían
barbacoa y hamburguesas para reponer fuerzas y junto a la pista
pequeña había un reservado con una gran pantalla de video y
sillones donde las parejas se refugiaban para sus cosillas.
Y la Búho en un patio con su única
pista redonda delimitada por cuatro postes donde se habían enroscado
unas parras era un jardín donde se podía beber y bailar hasta la
madrugada; con el tiempo se llegaría a convertir en un referente de
la marcha nocturna pero por aquel entonces no parecía gran cosa ni
que tuviese futuro.
Eran discotecas como debieran ser
todas las discotecas del mundo, con sus luces de colores, su bola de
espejos y sus barras donde podías tomar cualquier combinado o
refresco a buen precio y ademas servían para ligar ya que fuera de
las pistas de baile había muchos rincones donde el volumen de la
música no estorbaba para conversar. Y cada cierto rato un momento de
lentas para animar a los que vienen en solitario. Lastima que de
estos locales solo quede el recuerdo, el tiempo y las nuevas modas
las hicieron desaparecer de la vista pero no del corazón.
En fin, continuando con mi historia,
se acercaba el verano y el trabajo en los almacenes era escaso, ahora
se precisaba más personal en los campos así que me incorporé a una
cuadrilla de cargadores de camiones, un trabajo duro para mi escaso
cuerpo pero se podía ganar en un día casi lo mismo que en el
almacén en una semana.
Duro sí pero también divertido, la
cuadrilla la formábamos cinco personas: Angel, que era el único
adulto, mis amigos Pencho, Sopas, Carlos y yo mismo -Cucusemi para
ustedes. Trabajo de sol a sol que consistía en ir al campo
correspondiente y llenar y cargar las cajas de frutos recolectados en
camiones, cobrábamos cinco mil pesetas por un trailer o camión
grande de tres ejes y tres mil por un camión pequeño, de media
hacíamos uno o dos camiones grandes al día y a veces hasta tres, si
el camión era pequeño solo íbamos dos a la carga aunque a veces
nos tocó ir a uno solo. La dinámica era simple, a las seis de la
mañana llegábamos a casa de Pepe el encargado de repartir las
cuadrillas y nos asignaba el destino, ya estaba programado que el
camionero pasase por el pueblo para recogernos, entonces nos
acomodábamos entre los cientos de cajas vacías que portaba y
partíamos hacia el campo que tocara. Allí descargamos las cajas las
llenamos de melones y vuelta a cargar en el camión o camiones si
tocaba varios.
La vuelta era más complicada pues
casi siempre el camionero nos dejaba a algunos kilómetros del pueblo
para no desviarse mucho de su ruta y ese tramo nos tocaba hacerlo
andando, por suerte en aquellos tiempos la gente era más confiada y
haciendo auto-stop nos ahorrábamos la caminata.
Esta forma de trabajar y viajar nos
reportó muchas anécdotas y singulares amistades, un día nos paró
un viejo verde más gay que un palomo cojo, como suele decirse, casi
nos damos cuenta al verlo conducir medio desnudo con un minúsculo
tanga pero para un coche que para no vamos a andar con remilgos, eso
sí al que le tocó sentarse delante, y no voy a decir quien fue,
acabó con la rodilla más sobada que la barra del metro y con tantos
nervios que no atinaba a ponerse el cinturón de seguridad.
- ¡Ay corazón lo que quieres es
que te lo ponga yo! -decía el sarasa mientras a los de atrás se nos
saltaban las lágrimas de la risa.
No pasó de ahí la cosa pero aún
nos desternillamos recordándolo.
Y así pasó aquel verano, entre
camiones, campos y melones hasta que llegó septiembre y mi vida
empezó a dar el vuelco que yo tanto ansiaba pero eso queridos
lectores, ya lo sabéis, es para otro capítulo.