jueves, 28 de abril de 2016

Cucusemi XVII

Meloneando entre horas

Capítulo decimoséptimo: ...el ultimo verano...

Un día mientras andábamos con la rutina de lavar y empaquetar limones oímos por la radio el famoso intento de golpe de estado del 23F. Pasamos toda la mañana más atentos de las noticias que del trabajo y al mediodía volví a casa bastante acojonado pensando que debía librarme de las revistas que entonces compraba: el jueves, algunas de desnudos que ya ni recuerdo el nombre, el papus... Si el golpe tuviese éxito se convertirían en ediciones prohibidas y no era cosa de tenerlas muy a la vista, por suerte todo quedó en un susto y pronto la recién estrenada democracia siguió adelante.

No se estaba del todo mal en este almacén pero se echaban muchas horas y los jefes eran unos rácanos que te descontaban horas de sueldo en cuanto te dabas la vuelta. Un día uno de los dueños, mientras aparcaba su coche, golpeó mi moto que estaba en un rincón de la nave, el coche no se arañó siquiera pero mi rieju quedó muy maltrecha y el cabrito se negaba a pagarme la reparación. Después de varios días protestando y dándole la vara conseguí que me pagara una parte pero a cambio quería que viniese los domingos a limpiar las oficinas durante una hora que me pagaría a precio de almacén, es decir 125 pesetas; le dije que sí, cogí las dosmil pesetas que me ofrecía por parte del arreglo de la motocicleta y no volví a aparecer por allí nunca más.

Antes que se corriera la voz de que había dejado así el almacén busque trabajo en otro, el que llamábamos “de los Cánovas”. Aparte que estaba mejor organizado pagaban un poco más y mejor y encima ¡me dieron de alta en la seguridad social!
Trabajábamos mayormente melones y el ritmo era similar: descargar camiones echar los frutos en la maquina que los lavaba y recoger los que las mujeres empaquetaban para montar los palés y cargar en camiones otra vez. Solo estuve media temporada pero me fue bien e hice buenas amistades y si me descuido hasta me echo novia entre alguna compañera de trabajo pero, como ni entraba en mis planes y tampoco debía ser para mí, simplemente quedo la cosa en alguna salida nocturna por las discotecas del pueblo, unas veces en la Pagodas otras en la Alkazar; unos bailes, unas risas, diversión adolescente y poco más, que tampoco es lugar ni momento para interiorizar en intimidades.

Ahora que nombro las discotecas ¡que bonitas eran!
La Pagodas, elegante como las buenas discos de entonces tenia una pista cubierta donde ponían música disco y un amplio espacio con sillones donde las parejas hacían manitas, en el patio tenia otra pista al aire libre donde solían poner música mas pachanguera. En ambas pistas había su momento de música lenta: baladas y canciones para enamorados que también servían para romper el hielo y ligar.
La Alkazar, la mejor instalación para mi gusto, tenia dos pistas interiores con música diferente, una de ellas rodeada de barrotes parecía una jaula, la otra pista ademas de ser más grade tenia un pequeño escenario donde de vez en cuando tocaba algún grupo de moda. También tenia un patio donde hacían barbacoa y hamburguesas para reponer fuerzas y junto a la pista pequeña había un reservado con una gran pantalla de video y sillones donde las parejas se refugiaban para sus cosillas.
Y la Búho en un patio con su única pista redonda delimitada por cuatro postes donde se habían enroscado unas parras era un jardín donde se podía beber y bailar hasta la madrugada; con el tiempo se llegaría a convertir en un referente de la marcha nocturna pero por aquel entonces no parecía gran cosa ni que tuviese futuro.
Eran discotecas como debieran ser todas las discotecas del mundo, con sus luces de colores, su bola de espejos y sus barras donde podías tomar cualquier combinado o refresco a buen precio y ademas servían para ligar ya que fuera de las pistas de baile había muchos rincones donde el volumen de la música no estorbaba para conversar. Y cada cierto rato un momento de lentas para animar a los que vienen en solitario. Lastima que de estos locales solo quede el recuerdo, el tiempo y las nuevas modas las hicieron desaparecer de la vista pero no del corazón.

En fin, continuando con mi historia, se acercaba el verano y el trabajo en los almacenes era escaso, ahora se precisaba más personal en los campos así que me incorporé a una cuadrilla de cargadores de camiones, un trabajo duro para mi escaso cuerpo pero se podía ganar en un día casi lo mismo que en el almacén en una semana.
Duro sí pero también divertido, la cuadrilla la formábamos cinco personas: Angel, que era el único adulto, mis amigos Pencho, Sopas, Carlos y yo mismo -Cucusemi para ustedes. Trabajo de sol a sol que consistía en ir al campo correspondiente y llenar y cargar las cajas de frutos recolectados en camiones, cobrábamos cinco mil pesetas por un trailer o camión grande de tres ejes y tres mil por un camión pequeño, de media hacíamos uno o dos camiones grandes al día y a veces hasta tres, si el camión era pequeño solo íbamos dos a la carga aunque a veces nos tocó ir a uno solo. La dinámica era simple, a las seis de la mañana llegábamos a casa de Pepe el encargado de repartir las cuadrillas y nos asignaba el destino, ya estaba programado que el camionero pasase por el pueblo para recogernos, entonces nos acomodábamos entre los cientos de cajas vacías que portaba y partíamos hacia el campo que tocara. Allí descargamos las cajas las llenamos de melones y vuelta a cargar en el camión o camiones si tocaba varios.
La vuelta era más complicada pues casi siempre el camionero nos dejaba a algunos kilómetros del pueblo para no desviarse mucho de su ruta y ese tramo nos tocaba hacerlo andando, por suerte en aquellos tiempos la gente era más confiada y haciendo auto-stop nos ahorrábamos la caminata.

Esta forma de trabajar y viajar nos reportó muchas anécdotas y singulares amistades, un día nos paró un viejo verde más gay que un palomo cojo, como suele decirse, casi nos damos cuenta al verlo conducir medio desnudo con un minúsculo tanga pero para un coche que para no vamos a andar con remilgos, eso sí al que le tocó sentarse delante, y no voy a decir quien fue, acabó con la rodilla más sobada que la barra del metro y con tantos nervios que no atinaba a ponerse el cinturón de seguridad.
- ¡Ay corazón lo que quieres es que te lo ponga yo! -decía el sarasa mientras a los de atrás se nos saltaban las lágrimas de la risa.
No pasó de ahí la cosa pero aún nos desternillamos recordándolo.

Y así pasó aquel verano, entre camiones, campos y melones hasta que llegó septiembre y mi vida empezó a dar el vuelco que yo tanto ansiaba pero eso queridos lectores, ya lo sabéis, es para otro capítulo.





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